No deja de significar un acto de rebeldía, un gesto disidente y una especie de desobediencia a las pautas prefijadas del mercado editorial la aparición de un libro de tamaño respetable que compila la obra de toda una vida de una poeta. Ante la manufactura fragmentaria del poema de ocasión, leído frente a una cámara vertical para volverse reel; ante esos eventos de poesía performática en la que los autores declaman, susurran, gritan, actúan o cantan sus versos (algunos de memoria, otros leyendo en un libro o un celular); ante esos poemarios finitos, generalmente autoeditados, que circulan de mano en mano, con elogiosos juicios de otros poetas en las contratapas, rechazados en los mostradores de las distribuidoras y aceptados por algunos libreros en consignación, muchas veces por caridad; ante las quejas eternas, vueltas también performance, de que sólo los poetas leen a los poetas, de que la poesía no vende y de que las editoriales les escurren el bulto a los manuscritos, la aparición de un libro de poesía de casi 700 páginas parece un aerolito atravesando la estratósfera, un paquidermo que agita sus carnes en una habitación poco aireada, un reactor nuclear que sigue en actividad en medio de la devastación. El libro de marras existe y es un hecho comprobable.